Y ese era el man, un flaco vestido de cuervo, criticándonos porque hace rato
no hacemos el amor. Sobre el jadeo más extremadamente orgásmico de su guitarra masturbada
toda la noche para regalar sonidos imposibles, al tiempo que hablaba de 5
millones de divagues por hora, Carlitos Rodríguez, el ¡M A E S T R O! BOOM BOOM
KID se despedía de un público estupefacto a quien sedujo a puro pulso
adrenalínico en un auditorio de AsunZión durante quién sabe cuánto tiempo, una
hora? dos? con todos los hits de su mente el finde pasado.
Haciéndonos comer de su mano, el rockabilly también inquietó los cuerpos
de los fanáticos más heavys, quienes en todo tiempo presagiaban paranoicamente un
inmediato despido y asomaban a bailar y a estar lo más en contacto posible con su
ídolo juvenil, que en plano íntimo e interactivo develó una faceta atípica de
su repertorio (por lo menos yo esperaba más temas de su “FRISBEE”, pero parece
que lo tiró por ahí y no se lo devolvieron, andá a saber), comportándose como
una verdadera reencarnación de algún príncipe del punk: armando kilombo y sudando
melancolía pero a la vez vibrando hasta los tuétanos por lo que los riffs y la
distorsión provocan al mezclarse.
Muchos -acaso demasiados- cóvers, una pila de temas de discos anteriores y algún que otro
nuevito para que el alma nos volviera al cuerpo como un renovador banho de
energía, mientras el tipo hacía un show bastante sartén por el mango:
paseándose entre la gente, yéndose a la mierda, dándole rienda suelta a la
locura de sacarle hasta las más retorcidas desafinaciones a su viola violada y la
jornada se iba redondeando. Pero en el sombrerito que le cubrían las rastas
seguían habiendo joyas, algunas de ellas, piezas muy oscuras de anhos en los
que ni te pusiste jamás a pensar si pasaba o no algo.
Con el correr de los primeros destellos de rock que sus ayuda-memorias
le dictaban, todos nos fuimos achicando y uno a uno, nos metimos en cualquiera
de sus bolsillos, para constatar la humildad de este ¿crooner? sudaca, que encima
de que vino a tocar G R A T I S, entre baladas, atisbos de anarquía y alguna
que otra anécdota simpática nos ponía una joda gigante en la cara que por
momentos, si quería, la transformaba en una de esas confesiones histriónicas de
bar y estaba todo bien.
De decoración minimalista, el escenario del teatro lucía impecable con
un fantasmita que sostenía una calabaza helloweeniana que le harían de dúo y
trío silenciosos, respectivamente, mientras él se desacomodaba en una
butaquita y comenzaba a despellejar algo así como más de 2 décadas de carrera,
militando ni en el under ni en el mainstream, sino haciendo su propio mambo,
como manifiesta en todas las entrevistas e incluso en el libro editado hace
poco, que ya que estuve por allí me traje para casa, titulado: “Mi pequeñia
colección de funzinez”.
Una horita y pico de fila, muchas expectativas acumuladas de un tiempo a esta parte, companhía perfecta para la ocasión, caras conocidas y otras no tanto llenamos el lugar de smells like teen spirit, esperando convulsionar en llamas al terminar. Se sabía que el agite no se iba a hacer esperar solo porque el lugar estaba lleno de sillas. Aunque en todo caso, farrear sentado suele ser una alternativa copada, siempre y cuando, las venitas de la cabeza pogueen como hijas de puta. Pintaba un lindo sábado……