Ahora está muerto. Pero todos los
sábados a la mañana solía oler la caña saliendo fétida de sus poros,
impregnándose en el poyví. Mientras él roncaba para volver a la estabilidad. Para
volver a pararse y salir. Era el único día que no tenía clase y podía pegarme
el lujo de despertarme a las 6 am solo porque yo quería. Sin una hoja de ruta
más que mirar dibujitos hasta quién-sabe-qué hora. Osos que pilotaban aviones. Gallinas
lidiando con monstruos del pantano y marsupilamis desplegando sus colas por
toda la jungla parecían argumentos suficientes para resignar horas de sueño y
estar clavado a la misma hora de siempre frente al televisor chino de 14 pulgadas
esperando matar mi niñez, sin saber que lo estaba haciendo.
Para llegar al techo, donde él
vivía, había que trepar una escalera de madera. Muchas veces, soñé que me
caería. Que cuando esté en lo más alto un peldaño se desclavaría o que un
viento fuerte o mi propio peso la inclinarían en sentido contrario para que ya
no sobreviva para contarlo. También pensaba que cuando llegara la hora de
almorzar, alguien podría llevársela y ya no tendría como bajar.
Pero al levantarme nada me importaba.
Solo quería estar ahí. Encontrar el control y perderme en lo que sea que esa
pantalla tuviera para decirme.
No me calentaba vencer al miedo y
a la muerte al subir esos escalones sábado tras sábado. Ni soportar la noche
anterior que él había tenido y que ahora infestaba el ambiente. Ni siquiera las
hormigas que construían imperios debajo de las tablas que hacían de piso. Mi mundo
éramos la tele y yo. Yo y la tele. Uña y mugre. Niño y caja boba de rayos
catódicos. Retroalimentándonos mutuamente. Yo aceptando sus mensajes. Ella quedándose
con mi conciencia.
Hasta que un día, él no volvió. Su
cama estaba vacía. El control no aparecía por ningún lado. Y hasta las hormigas
estaban de huelga reclamando mayores subsidios. Mi programa ya iba a empezar. Me
desesperé. No estaba en la mesita de luz, ni debajo de la cama y mucho menos
dentro del ropero. Estaba arriba. Bien alto. Para que yo a mis 6 años no
pudiera alcanzarlo jamás. Igual, después de haber llegado al primer piso, no me
iba a detener. Abrí los cajones, uno más estirado que el anterior para subirme
en ellos. Me impulsé en el mango de la puertita y cuando finalmente logré mi
objetivo, el mundo entero se me vino abajo con ropero y control remoto
incluidos. Caí directo sobre la cama que él había abandonado. El polvo y la mugre
cubrieron el pánico que sentí en ese momento. Usé toda la fuerza de mi cuerpito
de mita´i para zafarme. Bajé por la escalera sin el miedo recurrente de que
también se me viniera encima. Y traté de olvidarme durante todo el día del
kilombo que armé en ese lugar.
Cuando él llegara, después de todo un día de chupar con el vecino, no le iba a agradar para nada darse cuenta de lo que pasó. Pero eso ya quedó atrás. Porque ahora está muerto.
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